Por extraño que parezca, cuando uno se adentra en las remotas tierras de la Sierra de Chela, al sur de Angola, puede llegar a experimentar una singular conexión con la cultura japonesa. Si eso sucede, quiere decir que has llegado hasta el hogar del pueblo Nguendelengo. La etnia cuyas mujeres decoran sus cabellos con singulares moños similares a los de las geishas niponas. Peinados fabricados con pequeños trozos de leña, tiras de cuero y trocitos de metal que confieren a este pueblo un carácter único.
Con una economía basada en el auto-sustento, esta sociedad integrada por unas 3000 personas vive fundamentalmente de la fabricación y la venta del carbón vegetal. Un producto con el que comercian en las carreteras y caminos cercanos a sus hogares pero que a su vez supone la destrucción de su ecosistema. La constante tala forestal a la que se ven sometidos sus bosques para producir el carbón, afecta gravemente al futuro de la naturaleza que les ha mantenido al margen del mundo moderno. Aquella que les ha permitido conservar la cultura de sus antepasados.
Como arquitectos no tienen rival en la construcción de casas de madera. A diferencia de otros pueblos, las suyas disponen de dos pisos, asentados sobre una estructura de tres troncos, a los que se accede a través de una escalera hecha a mano. La primera planta está reservada para ancianos y mujeres embarazadas. Y la segunda para los más jóvenes a modo de buhardilla, bajo un tejado de paja que se renueva cada 3 años. Una arquitectura que inevitablemente nos transporta al estilo con el que muchos pueblos de Indonesia construyen sus hogares. La segunda similitud que encontramos entre esta etnia africana y el continente asiático.
Son los Nguendelengo, uno de los pueblos más aislados de Angola. Aquellos que portan sus lanzas y machetes durante sus jornadas de pastoreo y caza en los bosques que les vieron nacer. Un canto de cisne que hoy se apaga con cada árbol que talan y cada saco de carbón con el que comercian.