Las primeras luces del alba arañan las copas de los árboles y un manto de nubes se desliza entre las ramas antes de elevarse lentamente y desaparecer para siempre. Es la belleza sin tapujos del bosque ecuatorial africano. La segunda masa forestal tropical más grande de la Tierra después del Amazonas y el hogar de los seres humanos más pequeños de nuestro planeta: los mbuti.
Fueron los primeros en llegar hasta este bosque hace decenas de miles de años. Antes de que las poblaciones bantúes y nilóticas pusieran rumbo hacia el oeste de África y propagasen una cultura basada en la agricultura y la ganadería. Inmersos en una vida en plena sintonía con la naturaleza, en la que el arte de la caza y la recolección han supuesto su principal forma de subsistencia, los mbuti se han mantenido auténticos frente al paso del tiempo y la llagada de la modernidad. Aunque, evidente, a cambio de pagar un alto precio.

Hoy habitan al norte de la República Democrática del Congo. En la provincia de Ituri y más concretamente en la Reserva para la Fauna de Okapis. Un paraíso natural, considerado Patrimonio Mundial de la UNESCO, que alberga la población más importante de okapis salvajes. Una jirafa de bosque que a principios del siglo XX, trajo de cabeza a exploradores y científicos en una carrera movida por la ambición de atribuirse el descubrimiento del último gran mamífero del continente africano.
Agrupados en comunidades conformadas por iglús fabricados con hojas, las familias mbuti siguen venerando a los dioses que se esconden en la oscuridad de sus bosques. La misma que se vio obligado a cruzar junto a sus hombres el famoso explorador Henry Morton Stanley y que dio lugar al conocido libro: La África Más Oscura. Un periplo en el que no muy lejos de donde encontramos a los mbuti, donde el río Epulu se une con el Ituri formando unas imponentes cascadas, Stanley quedó atrapado durante casi 100 días perdiendo la vida de muchos de sus hombres.
Todavía hoy la comunidad mbuti alardea de una felicidad original a través de sus animados bailes. Pasos rápidos intercalados con lentos en los que filas de niños, niñas, hombres y mujeres se mueven sin cesar al ritmo de los tambores. Con las caras pintadas con arcillas y salpicadas con pinturas ocres, disfrutan cantando y contoneándose durante horas antes de partir en busca de caza.
Redes, lanzas, arcos y cestas son algunas de las herramientas de un tiempo pasado que les permiten atrapar pequeños cérvidos, primates y grandes cantidades de miel escondida en lo alto de los árboles. Por el camino una gran variedad de setas y frutos caerán en sus zurrones. Seres humanos de una estatura reducida, capaces de moverse con agilidad en una selva tan tupida que nos impide atisbar cualquier elemento que se encuentre 5 metros por delante de nuestra mirada.
Así es una parte de la vida de los mbuti. La otra ha quedado sumida en el consumo descontrolado de alcohol y en la tristeza de ser un pueblo excluido del sistema. Resulta paradójico saber que aquellos que llegaron los primeros siempre serán los últimos. O quizá si algún día un cataclismo llevase a nuestra especie a desaparecer, seguramente volverían a ser los primeros.
Autor: Aner Etxebarria
Fotografía: Toni Espadas
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