Una jornada de convivencia con este pueblo de Sudán del Sur
Amanece en el Cattle Camp de Terekeka, a orillas del enigmático Nilo Blanco. La niebla está suspendida sobre las aguas del río, iluminado por las primeras y suaves luces de la fría mañana. Hogueras humeantes nos anuncian dónde nos encontramos.
Cientos de vacas Ankole nos reciben al entrar en el campamento. Entre ellas, al calor de las hogueras, aparecen los Mundari más jóvenes, cubiertos de ceniza para protegerse de los insectos. Los mayores descansan en pequeños palafitos de madera que sirven de camastro y de despensa. Los ladridos de los perros que duermen al abrigo de las pequeñas hogueras anuncian nuestra llegada.
Los más jóvenes, después de lavarse la cabeza con la orina de sus vacas, que les sirve para prevenir infecciones, son los primeros que comienzan con el trabajo diario, estimulando con su boca el sexo de la vaca para, posteriormente, ordeñarlas.

Mientras, los Mundari más mayores se embadurnan el cuerpo con la ceniza color melocotón, obtenida de la quema de estiércol. Posteriormente, extienden ceniza sobre la piel y los grandes cuernos curvados de su ganado, a la vez que les cantan, convirtiéndose en un momento íntimo entre el hombre y el animal. La ceniza es utilizada como antiséptico natural y repelente de insectos para protegerles, también, del sol.
Desde hace miles de años, los Mundari viven en comunidad, compartiendo todo: mantas, instrumentos, y colaborando entre todos en los trabajos cotidianos.
Cuando los Mundari son iniciados, se hacen cargo de su vaca favorita que es su posesión más preciada y un reflejo de sí mismos.

La iniciación de los jóvenes ocurre alrededor de la época de la cosecha. Los chicos se reúnen para cantar canciones originarias de sus clanes. Al tiempo, sus cabezas ya han sido afeitadas, mientras el iniciador llama a cada uno de ellos, diciendo en voz alta los nombres de sus antepasados, para luego, con un cuchillo bien afilado, realizar las marcas en forma de “v” sobre su frente. Cicatrices que significan que es un hombre que se puede casar y, por lo tanto, se le recompensa con un buen buey. Dependiendo de los colores, tamaño y forma de los cuernos del buey, su valor varía. Para dar mayor prestigio y belleza, los Mundari van dando forma y adornando los cuernos de sus bueyes.
Es la hora de mover el campamento. El sol calienta en lo alto, suenan tambores y trompetas, el ganado comienza a levantarse, los niños desatan las vacas de las estacas y, con una organización impecable, van desplazando el gran campamento hacia las orillas del río Nilo.
Un joven Mundari, que lidera la expedición, lleva atado a su cuerpo un pequeño ternero. Atrás queda su buey con el resto de las vacas. El Mundari se adentra en el río y, desde la orilla, llama a su buey. Este va a su encuentro llevando detrás al resto del ganado. Comienza a cruzar con gran esfuerzo a la otra orilla en busca de nuevos pastos.

El espectáculo es increíble. Cientos de vacas cruzando durante todo el día a las diferentes islas. En ocasiones, los terneros más pequeños regresan a la orilla y son devueltos al agua para proseguir con el cruce.
Una vez que todos han cruzado a la otra orilla y después de que el ganado paste todo el día, se vuelve a montar el campamento. Los mayores atan las vacas, mientras los más pequeños amontonan en círculos los excrementos para encender las hogueras.
Los Mundari descansan y comentan la jornada mientras toman leche, los jóvenes casaderos calientan al sol la orina de las vacas que utilizan para teñirse el pelo junto con la ceniza anaranjada procedente de las hogueras.
La estética del pueblo Mundari ha cambiado. Antes de la influencia islámica que introdujo las chilabas, iban desnudos y utilizaban un corsé llamado “manual”. Hoy en día, debajo de las chilabas llevan pequeños cinturones hechos de cuentas de colores, como reminiscencia de los antiguos corsés.
Las mujeres casadas aún llevan pequeñas faldas de piel de oveja y durante las ceremonias untan su cuerpo con una mezcla de grasa y tierra rojiza, creando en su piel reflejos de gran belleza.
El sol empieza a caer en el Cattle Camp de Terekeka. Los niños encienden las numerosas hogueras, el ganado se agrupa alrededor del fuego, las cazuelas de barro empiezan a hervir y el sol se va ocultando en el horizonte, dejando los últimos rayos en las aguas del Nilo Blanco. El cielo se tiñe de tonos rojos y anaranjados y entre el humo intenso de las cenizas aparecen sombras junto a las siluetas de los grandes cuernos curvados. Cae la noche, creando una atmósfera mágica que permanecerá en mis recuerdos.
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