Envuelto en un traje semidescolorido y con una pierna apoyada sobre su semejante, el enjuto anciano apura su macchiato, envuelto en una animada conversación. Flanqueado por unos espejos de los años 40, en el paisaje se adivina un proyector de cine de los antaño, un techo de semibóveda y una suerte de imágenes recortadas de actores de la época dorada italiana. A escasos metros, ya en el cascarón del edificio, un roído cartel de la película “El ladrón de bicicletas” y la “Dolce Vita”, estandartes del Séptimo Arte transalpino.
A la entrada del trío de extranjeros, el señor se incorpora y balbucea un torpe pero entendible italiano. La cafetería, antesala de un cine con 200 butacas en toda regla, parece extraída del film “Cinema Paradiso” y, el amable anciano, pariente lejano del gran Totó.
Pero no. La escena se produjo hace no mucho en un rincón de la capital de uno de los países más desconocidos de África: Eritrea.
Un destino único. Fascinante. Revelador. Un territorio a medio camino entre África y Arabia que fue objeto de un reciente viaje de prospección de un equipo de Rift Valley.
Pep, Toni y Rafa, apoyados por un equipo local y otro de la oficina de Addis Abeba, exploraron un curioso país, enclavado al norte de Etiopía, al oeste con Sudán y al este con el esplendoroso Mar Rojo. El objetivo no era otro que diseñar rutas para el 2019.

Diez días para embriagarse de la calma colonial de Asmara, la capital. Recientemente estrenada en la lista del Patrimonio Cultural de la Unesco, la coqueta ciudad de avenidas anchas y edificios de la primera mitad del siglo XX, sobresale por disponer, a partir de 1935, de un plan urbanístico único de estilo racionalista italiano. Una serie de edificios gubernamentales, viviendas, hoteles, cines y teatros, único en África. La “piccola Roma”, a más de 2 mil metros de altitud, es, además, un lugar de reposo y donde la vida pasa sin prisa.
Otro lugar para no perderse es Massawa. puerto a orillas del Mar Rojo. Con un punto atractivamente decadente, viajar hasta este puerto de referencia eritreo es sumergirse en un mar de gran riqueza submarina, conocer la historia más remota en el yacimiento de Adulis, vivir la cotidianeidad de los pescadores o explorar la tribu de los Rashaidas.
Entre una y otra ciudad, una carretera de curvas interminables y punto de entrenamiento de ciclistas, así como una vía de tren construida por los italianos, donde un convoy turístico emula tiempos pretéritos.
En Eritrea, el tiempo parece detenido. Como en Keren, a unas tres horas de la capital. Escenario de batallas históricas, ciudad tranquila y sede de un interesante mercado de camellos. Siguiendo la carretera ascendente, una agradable sorpresa: Barentu, con un colorido mercado y centro neurálgico para toparse con la etnia Nara y Kunama.

En el otro extremo, en los aledaños con la frontera etíope, las montañas más altas del país para emular un trekking como en el de las Simien Mountains, Qohaito y sus pinturas rupestres (y, dicen, punto de paso del camino de la Reina de Saba a Israel) y Senafe, con una iglesia suspendida en una espectacular atalaya que mira de tú a tú al tempo Abune Yemata de Etiopía.
Tras un interesante y completo viaje por esta maravilla, y antes de la vuelta a casa, regresamos al antiguo cine Roma. Allí seguía el anciano, impertérrito, como una película italiana en blanco y negro. Con el tiempo detenido. Como Eritrea.
FOTOS: TONI ESPADAS Y PEP LÓPEZ
TEXTO: RAFA MARTÍN
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