Un pequeño club catalán, el A. E. Ramassà, utiliza el fútbol como arma contra la desigualdad en África. Y lo hace con tanta pasión, que se ha convertido en embajador deportivo de Naciones Unidas. Esta es la crónica de su último viaje a Costa de Marfil
El sol reina sobre el barrio de Port Bouët en Abiyán. En su corazón, un laberinto de estrechas calles, flanqueadas de tenderetes donde se ofrecen todo tipo de mercancías lleva a un pequeño campo de fútbol. Traspasada la valla del recinto que lo delimita se entiende que esa denominación es un eufemismo: un amasijo de carcasas de furgonetas y camiones varado entre altas hierbas monta guardia a la entrada. Entre unos hierros oxidados, algunos chicos rezagados cambian sus ropas de calle por las de deporte. Corren a incorporarse en sus respectivos grupos que ya entrenan en la zona despejada de vegetación. Siguen las direcciones de los entrenadores que hacen que unos zigzagueen entre conos u otros den vueltas al campo. Más allá, un pasillo formado por los más mayores patea balones, un par de equipos juega un partidillo rápido sobre la tierra árida y en 15 minutos son sustituidos por otros dos mientras ellos empiezan a trotar el perímetro rectangular. Al fondo, los porteros dibujan elípticas al intentar detener balones.