La brisa que corría al pie de las montañas hizo que me calzara de buena gana unos calcetines bien gordos y un buen forro polar. Llevaba tres meses viviendo en Entebbe, la segunda ciudad más grande de Uganda después de Kampala, su capital, y el calor y el polvo no nos habían dado tregua en las últimas semanas de la temporada seca.
Por eso allí, a las faldas del volcán Muhavura, sentada en mi sillón del porche, agradecí la manta y la botella de agua caliente recubierta en paño que me dio Albert, el casero de aquella encantadora cabaña, para que entrara en calor y no me quedara fría mientras leía.
Aquella zona desprendía una magia especial. Los tres volcanes que custodiaban el pequeño pueblo de Kisoro se perdían a través de las nubes, ocultando cuán altos eran.
¿Que cómo había llegado allí? Lo primero, eligiendo el lugar más remoto que encontré buscando en Google Maps. Había reservado el alojamiento más alejado de la civilización antes de adentrarse en el Parque Nacional de Mgahinga, que parecía estar en mitad de la montaña.
Llegué hasta allí en uno de nuestros coches de safari, o al menos relativamente cerca, ya que ese lugar estaba a 10 horas en coche de mi casa en Entebbe, y todo lo que me pudieran acercar era más que bienvenido. Así que me había unido al grupo que salía esa semana para vivir en primera persona nuestro safari por excelencia por Uganda en Rift Valley: el safari Twiga.
Tenía curiosidad, claro. Era emocionante pensar que, no muy lejos de mi casa, campaban a sus anchas elefantes, jirafas o leones, se bañaban hipopótamos y cocodrilos un poco más arriba del Nilo que yo había visto en tantas ocasiones, y vivían familias enteras de los últimos gorilas de montaña del mundo.
Fueron, sin lugar a dudas, días intensos, emocionantes y que me hicieron recordar por qué lo que más me gustaba en el mundo era viajar. Pero fue el momento en el que le pedí a nuestro guía que parara el coche, me bajé en mitad de la nada y me despedí del grupo con el que había compartido ese maravilloso viaje, cuando empezó la aventura.
Estaba en una pequeña estación de taxis (o eso decían ellos) y allí cogí el que me prometieron que sería el transporte que me llevaría a mi destino, a dos horas de donde me encontraba en ese momento. Y así empezó mi viaje, compartiendo un coche de 5 plazas con 9 personas. Lo de los taxis en Uganda funcionaba diferente, al parecer.
Kisoro suele ser un lugar de paso. Un pueblo en la falda del volcán Muhavura, de unos impresionantes 4.127m de altura, al que los turistas suelen ir para ver en primera persona a los gorilas de montaña o al endémico mono dorado, que habitan en el lugar. Otros, menos numerosos, duermen por la zona para subir a su cima, en la que se encuentra un pequeño lago formado por el antiguo cráter del volcán.
Y ahí decidí ir yo después del safari, al lugar más remoto que había sido capaz de encontrar.
Albert me recibió con los brazos abiertos y la enorme sonrisa que le acompañaba allá donde fuera. Me esperaba con la chimenea encendida, una sopa de cebolla calentita que se convertiría en mi favorita, y un pan de ajo que, por mucho que intenté aprender a hacer, nunca me supo igual.
Me habían dado la mejor habitación que tenían: una bonita buhardilla de madera, con unos inmensos ventanales y una gran terraza con vistas a los volcanes. Yo ya no podía pedir más.
Mi plan era quedarme una semana sentada en ese porche sin intención alguna de levantarme de allí. Nada de excursiones ni de actividades por la zona, sólo quería paz y tranquilidad, después del tute del safari. Se quedó en un pensamiento, claro, porque me insistieron en que había sitios por la zona que no me podía perder. Y menos mal.
Subir al volcán Sabinyo
Los rangers de Muhavura, guardabosques que guiaban a los turistas que visitaban los gorilas, subían al volcán y protegían el Parque Nacional, siempre se reunían junto al fuego del salón de la cabaña, donde cenábamos y charlábamos alrededor de la chimenea. Todas las noches me insistían en el que no me podía ir de allí sin subir a alguno de los tres volcanes. Por si todavía no os lo habíais imaginado, terminé cediendo.
Muhavura, el más alto de los tres con 4.127m, albergaba un lago en la cima, y Mgahinga, el que se encontraba en el medio de los tres con 3.474m, una ciénaga.

Estos tres eran los volcanes de la cordillera de Virunga que pertenecían a Uganda. Eran 8 en total, divididos entre Uganda, Ruanda y República Democrática del Congo. Virunga, “volcanes” en Kinyarwanda, el idioma local, también era conocida como las montañas de Mufumbiro por la población local, “cocina” por el humo que soltaban los volcanes activos.
Elegí el llamado Sabinyo, “dientes de viejo” por la forma en la que quedaban huecos entre sus picos, dando a entender la forma de una dentadura a la que se le habían caído varios dientes. Al parecer este volcán era un lugar sagrado para los lugareños, pero terminó de despertar mi curiosidad porque, en su pico más alto, se unían las fronteras de los tres países colindantes: Uganda, Ruanda y República Democrática del Congo. Y también porque había visto las impresionantes fotos que habían hecho las personas que ya habían subido hasta allí y quería verlo con mis propios ojos. Eso también ayudó a decidir.

Eran las 5 de la mañana cuando sonó el despertador. Gruñí por la confirmación de que era hora de levantarse, aunque llevaba un rato despierta escuchando a Albert en la cocina, preparándonos lo que sería nuestra comida para la “excursión”. Habíamos quedado tan temprano porque desde Muhavura, el volcán donde se encontraba el albergue donde me había instalado, y Sabinyo, al que subiríamos ese día, había por lo menos un camino de 45 minutos en boda boda (digamos que una especie de moto taxi, el transporte más común para cortas distancias en Uganda).
Nos habían dicho que estuviéramos pronto allí para poder llegar al pico más alto a medio día, cuando estaba despejada de las incansables nubes ancladas a su cima, y podríamos ver las vistas, si teníamos suerte. Teóricamente, la ruta que nos esperaba eran 5 horas de subida y 3 de bajada. Teóricamente. Porque con una altura de 3.669m y un desnivel de 1.300m, no parecía que fuera a ser tan sencillo.
Así que bajé a desayunar, con mi linterna como única luz a esas horas de la mañana, y agradecí el litro de café y desayuno contundente que me había preparado Albert para ese día. Lo iba a necesitar.
Después de una breve introducción sobre el Parque Nacional Mgahinga y de cómo sería la ruta, nos pusimos en marcha. Mi amigo Ronald y yo nos miramos al ver que subíamos acompañados por Joshua, quien sería nuestro guía ese día, y cuatro rangers más, todos armados “por si acaso”. ¿Por si acaso? – les pregunté.
El Parque Nacional era conocido por ser uno de los únicos lugares en el mundo en el que se puede vivir la experiencia en primera mano de ver a los últimos gorilas de montaña del mundo. Algunas de las familias estaban habituadas a la presencia humana y otras, no tanto.
En aquel momento encontrarnos por casualidad con una familia de gorilas no me pareció tan mala idea. ¿La gente suele venir a Uganda exclusivamente para verlos en su hábitat, no? Pero aquellos gorilas no estaban habituados a la presencia humana, y elefantes de selva y búfalos merodeaban también a sus anchas por aquellos bosques que atravesábamos, pudiendo llegar a ser peligrosos si así lo consideraban. Ni que decir tiene que agradecí enormemente la compañía durante la ruta.

La primera parte era como darse un paseo por el campo. Cuesta arriba, eso sí. Habían colocado estratégicamente tablas de madera en algunos tramos para cruzar cenagales y riachuelos que se descontrolaban un poco con las lluvias. Y resbalaban. Vaya que si resbalaban.
Contenta por volver a hacer algo de ejercicio, miraba con ilusión el volcán que se erguía ante nosotros. No veíamos la cima, siempre cubierta de nubes, pero servía como estandarte para conocer a dónde nos dirigíamos. Hacia el otro lado, Mgahinga se dejaba ver de vez en cuando entre los árboles, imponente aun siendo el volcán más pequeño de los tres.
De vez en cuando los rangers se paraban y aguantaban la respiración cada vez que escuchaban algo moverse entre los arbustos, huellas frescas, o comportamientos inusuales de los animalillos que compartían hábitat. Nos movíamos con cautela para alejarnos de allí sin alterar a lo que fuera que les había puesto alerta, y seguíamos.
Y, sin comerlo ni beberlo, nos internamos en un bosque de bambú. ¿Un bosque de bambú? Un bosque de bambú. De los que yo pensaba que solo existían en Asia, allá donde vivían los osos panda. Benditos viajes y todo lo que te enseñan.
Al parecer, los bosques de bambú eran también el hogar del endémico mono dorado, explicaba Joshua. La sensación de conocer animales que única y exclusivamente viven en ese lugar del planeta es curiosa. Es una oportunidad que solo se da allí, la tomas o la dejas.
El paisaje seguía cambiando, y a mis piernas la cuesta arriba cada vez le hacía menos gracia. Habíamos dejado el bambú atrás y la vegetación cada vez se hacía más espesa, los árboles más grandes y retorcidos, y el caminito de maderas del principio ya era anecdótico. Los palitos que mostraban el camino habían dejado de ser una simple pasarela y habían pasado a ser escaleras que había que subir con manos y pies en algunos tramos del camino.
Nuestro guía paró, se giró hacia nosotros sonriendo, y nos dijo, “bueno, acabamos de llegar a donde empieza la subida”. La cara que se me quedó debió de ser un poema, porque le entró la risa. Llevábamos más de dos horas andando, trepando en algunos casos. ¿Cómo que “empezaba” la subida? Si parecía que teníamos la cima ahí mismo. Ay, pajarillo… Claro que el guía se reía, porque él sí que sabía lo que teníamos por delante.
En un intento de animarnos, nos comentó que íbamos genial de tiempo, que habíamos llegado hasta allí casi una hora por debajo de la media. Eso me alegró. Significaba que, si teníamos suerte y seguíamos así, no serían 5 horas de subida, si no alguna menos. Hasta que lo vi.
Escaleras infinitas que subían hacia el cielo y se perdían entre las nubes. Y, cuando llegábamos arriba y culminábamos un pico, había que volver a bajarlo para subir al siguiente. Tres en total. El último era la cima, nuestro objetivo.
Y aquí es cuando os decía que la forma de la montaña que antes me había hecho gracia que la comparasen con una dentadura a la que le faltan dientes, ya no me pareció tan divertida. Lo que subíamos lo teníamos que bajar, para más tarde volverlo a subir más alto, y volverlo a bajar.

Llegar al primer pico dijeron que era lo más duro, que una vez allí el resto estaba hecho. Les creí, claro. No debí de fiarme de unos tipos que no habían necesitado ni beber agua para llegar hasta allí. Ni una gotita de sudor mientras yo lo único que quería era que vivieran a rescatarme.
Mucha gente subía hasta ese primer cartel y se daban la vuelta satisfechos, me decía Joshua. No, no. Ronald y yo negamos a la vez con la cabeza. Subiríamos hasta el tercero, hasta la cima. Merecía la pena.
Así que seguimos con la ruta. Habíamos subido y bajado ya el primer y el segundo pico, andando por la cresta de la montaña. Nos disponíamos a subir el tercero y último, aunque aún no veníamos la cima, escondida entre la niebla. Uno más. Solo quedaba uno y estaríamos arriba. Lo teníamos hecho ya.
Pero, como si me hubiera escuchado, la nube que cubría nuestro objetivo se disipó lo suficiente como para dejar entrever una última escalera, tan alta y empinada que se perdía entre las nubes cientos de metros más arriba. ¡Já! Definitivamente la montaña se estaba riendo de mí. Y con ella nuestro guía, que no dejaba de bromear desde que había visto mi cara palidecer ante lo que nos quedaba de camino.
Puedo decir con total certeza que nunca había visto una ruta tan vertical que se habían visto obligados a construir una escalera para que se pudiera alcanzar la cima. Y, desde luego, jamás había visto un paisaje como aquel, completamente de película. Llevaba tiempo sintiendo que estaba en Jurassic Park y que podía perfectamente volar un pterosaurio por encima de nuestras cabezas que yo ya no me hubiera extrañado.
Plantas cuyas hojas se abrían con forma de flor más altas que una persona, niebla que dejaba entrever lo suficiente como para quedarse sin aliento ante la magnitud de la montaña, y esa sensación de estar en un lugar antiguo, casi primitivo.
Las piernas me ardían y habíamos bajado el ritmo por el que nos habían felicitado al empezar, pero estábamos decididos a llegar hasta arriba. Joshua y el resto de rangers que nos acompañaba seguían bromeando con nosotros, amenizando esas infinitas escaleras, mientras hacíamos paradas. Reírse y a la vez tener fuerzas para subir ya no era una opción.
Pero llegamos. Vaya si llegamos. Habíamos terminado de subir la escalera y atravesábamos la impresionante vegetación que crecía allí mientras nuestros pies se hundían en el barro. Yo ya había desistido de intentar no pisar charcos hacía unas cuantas horas, y miraba cómo mis botas eran engullidas por el fango con cada paso.
Iba tan ensimismada en no perder de vista mis pies que casi me choqué con Joshua. Levanté la vista, y vi la emoción en sus ojos con esa media sonrisa, como diciendo, “¡sorpresa!”.
Y entonces lo vi: el cartel que señalaba el pico más alto. El cartel que indicaba que habíamos llegado, señalando la triple frontera que dividía la cima. El maldito cartel que, cuando lo vi, no sabía si lo quería o lo odiaba. Pero allí estaba.
La emoción se arremolinaba debajo de mi esternón. ¿O era la falta de aire? Me daba igual, habíamos llegado. Los rangers nos sonreían mientras Ronald y yo nos mirábamos incrédulos.

Las nubes y el frío cubrían el pico. La niebla era tan densa que sólo veíamos a unos pocos metros de nosotros. Un círculo de tierra, el más alto de aquella montaña, rodeado de un blanco infinito. Y, en el centro mismo, dos carteles: uno que señalaba el tercer pico y más alto del volcán, 3.669m. “3 países en uno”, decía. El otro, una veleta que señalaba el punto exacto donde coincidían esas tres fronteras, con el nombre de cada país dirigido hacía donde se encontraba la línea imaginaria que los separaba.
Si hubiera estado despejado, podríamos haber avistado los tres países desde allí arriba, junto a las vistas de los otro 8 volcanes que formaban esa cordillera. Tendríamos que volver para verlo.
Nos pudimos todas las capas de ropa que nos habían sobrado en la subida y engullimos el almuerzo que Albert nos había preparado aquella mañana. Teníamos que volver antes de que se hiciera de noche y el reloj iba en nuestra contra, así que nos pusimos en marcha. Bendito momento de gloria, qué poco duró.
Por si todavía no lo habíais imaginado, bajar no fue otro cantar, ya que las escaleras resbaladizas nos hacían un flaco favor. Pero la historia en la que decidí bajar de culo por el barro contiguo a la escalera, como si fuera un tobogán, cuando llegó un momento en el que me temblaban tanto las piernas que no confiaba en que mis pies pisaran los troncos con la firmeza suficiente como para no caerme de boca, es para otro día. Desde luego la experiencia al completo quedaría para siempre archivada junto a esas historias que se dicen que les contaremos a nuestros nietos algún día.
Agotados pero felices, nos despedimos de los rangers que nos habían acompañado ese día con la promesa de volvernos a ver pronto. Eso sí, la próxima vez subiríamos ese volcán un poco más en forma, les decía mientras ellos se reían negando con la cabeza. Al parecer, no lo habíamos hecho mal.

A todos nos pesaba del cansancio por un día largo e intenso, pero habíamos disfrutado al máximo de la experiencia y nos llevábamos con nosotros ese sentimiento de orgullo por no habernos rendido cuando nuestras piernas decían basta. Al final las escaleras infinitas habían merecido con creces la pena.
Que no me pude mover al día siguiente era algo bien sabido por todos. Hasta mis pestañas parecían resentirse al parpadear. Así que ese día verdaderamente me pude entregar a lo que yo buscaba de esa semana. Leer, comer y disfrutar de la paz y la tranquilidad de las montañas. Y nadie, dado mi lamentable estado, insistió ese día para llevarme de excursión.
La tregua, eso sí, duró poco.
Esther dice
¡¡¡Qué experiencia tan interesante, increíble!!!
Mauri Hernández dice
¡Muchas gracias, Esther! Nos alegramos mucho de que te haya gustado y hayas disfrutado de la experiencia tanto como nosotros.
Pedro Delojo dice
Magnífica ascensión digna de realizar. Esta perfectamente explicada que invita a realizar.